Los jefes deben servir

Vamos camino de Jerusalén. Él va un poco por delante, y eso hace que me preocupe, pues normalmente no está tan distante. Entonces se detiene. Nos lleva a un lado y nos dice: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; y a los tres días resucitará”. Luego sigue caminando, adelantado del resto. No entiendo de qué habla. Eso del hijo del hombre, ¿a veces parece que habla de sí mismo? Pero me niego a pensar que todo eso le vaya a ocurrir a él. Y entonces, por un impulso, aprovechando que está solo, me acerco hasta él, con una idea que me ronda hace tiempo: “Maestro, ¿me darás un sitio de honor cuando estés en tu gloria?” Me mira con cara de tristeza, y me dice: “No sabes lo que pides. ¿Eres capaz de beber el cáliz que yo he de beber? ¿Renunciarías al reconocimiento del mundo? ¿A estar en primera fila para dejarte la piel por los otros?” Al darme cuenta de lo que dice, siento vergüenza por mi pregunta, y solo me atrevo a responderle le que sí, que quiero vivir como él. Entonces, dice: “El cáliz que yo voy a beber lo beberás, pero no andes pensando en asientos privilegiados”. Y alza la voz, para que lo oigan todos, porque todo el mundo parece querer los mejores puestos, y entonces dice: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar la vida en rescate por todos”. (Rezandovoy, adaptación de Mc 10, 32-45)