El relato de la pecadora
No sé si podré verle. Jesús, ese hombre del que todo el mundo habla, que a todos acoge y perdona… ¿tendrá también para mí palabras de cariño? ¿Para mí, con todos mis errores, mis equivocaciones, con las veces en que he actuado mal?
Entro en la habitación en la que está. E inmediatamente noto la mirada despectiva de muchos de los que le rodean. Me miran de arriba abajo. Piensan que no merezco la pena. Su expresión es de rechazo. Saben de mi historia, de mis miserias, de mis vergüenzas. Pero no quiero rendirme. Miro hacia donde está Jesús. Su rostro es amable, y cuando me ve él no muestra desprecio; al contrario, parece invitarme a acercarme. Por eso, cuando llego ante él, y noto que no me juzga, que no me condena, que quiere escucharme, me siento en paz. Su cercanía me conmueve, y me agacho para abrazarle. Abrazo sus piernas, y un nudo dentro de mí se deshace. Un nudo de dolor, de soledad, de culpa. Su mano acaricia mi cabeza, y me siento como una cría en brazos de su madre. Alguno de los que están alrededor carraspea, como si quisiera mostrar desaprobación. Pero Jesús se enfrenta con él. Habla bien de mí, de mi necesidad y miedo, de mis heridas y urgencias, y critica la hipocresía de quien se siente perfecto… Al escucharle se hace un silencio sepulcral. Muchos de los que están cerca miran hacia el suelo, incómodos y quizás, abochornados. En cambio, yo siento el perdón como si fuera lluvia fresca sobre una tierra sedienta. Me mira, y me dice: «No peques más». Entonces noto en mi interior el deseo de responder, de ser mejor persona, de no pecar más, pero no por perfección o por miedo, sino porque quiero responder a su amor con más amor. Creo que de eso se trata.
(adaptación de Lc 7,36-50, por Rezandovoy)
Entro en la habitación en la que está. E inmediatamente noto la mirada despectiva de muchos de los que le rodean. Me miran de arriba abajo. Piensan que no merezco la pena. Su expresión es de rechazo. Saben de mi historia, de mis miserias, de mis vergüenzas. Pero no quiero rendirme. Miro hacia donde está Jesús. Su rostro es amable, y cuando me ve él no muestra desprecio; al contrario, parece invitarme a acercarme. Por eso, cuando llego ante él, y noto que no me juzga, que no me condena, que quiere escucharme, me siento en paz. Su cercanía me conmueve, y me agacho para abrazarle. Abrazo sus piernas, y un nudo dentro de mí se deshace. Un nudo de dolor, de soledad, de culpa. Su mano acaricia mi cabeza, y me siento como una cría en brazos de su madre. Alguno de los que están alrededor carraspea, como si quisiera mostrar desaprobación. Pero Jesús se enfrenta con él. Habla bien de mí, de mi necesidad y miedo, de mis heridas y urgencias, y critica la hipocresía de quien se siente perfecto… Al escucharle se hace un silencio sepulcral. Muchos de los que están cerca miran hacia el suelo, incómodos y quizás, abochornados. En cambio, yo siento el perdón como si fuera lluvia fresca sobre una tierra sedienta. Me mira, y me dice: «No peques más». Entonces noto en mi interior el deseo de responder, de ser mejor persona, de no pecar más, pero no por perfección o por miedo, sino porque quiero responder a su amor con más amor. Creo que de eso se trata.
(adaptación de Lc 7,36-50, por Rezandovoy)