Y todas suben conmigo

Y me parecen pocas, Jesús,
que se hable sólo de dos,
de dos clases de personas
que suben al templo a orar.
Siempre que a tu encuentro subo,
conmigo suben muchas más.

La que a menudo va por delante
es mi imaginación, con sus planes
y sus sueños, distracciones
e ilusión. ¡Cómo cuesta centrarla,
cuestionarla o hacerla callar!
¡Que peligro! suelta de la realidad.

Es compañera de viaje, a veces,
la resignación. Vestida de pesimismo
informado y rutinas de corto riesgo,
no advierte que nada transcendente
o nuevo puede aflorar en aquel
que renuncia a desbordar.

Sube conmigo a tu encuentro,
también, mi pequeña vanidad.
Tan atenta y dispuesta contigo,
nunca le falta el «¡aquí estoy yo!»
¡Qué complejo desenmascararla!
¡Reviste tan bien mi oración!

No falta tampoco a la cita,
la prisa, sin dejar de mirar
al reloj. Siempre con las
cosas claras: santiguarse
y petición. Pragmatismo del
Espíritu ese «¡Concédemelo, Señor!»

Pero la que más tiemblo que suba
es mi angustia desaforada.
Se aferra como a clavo ardiendo
a la queja y la reclamación:
«¿Dónde estabas?» «¿no te importo?»
«¡Te estoy hablando!» «¡Quítamelo!»

Y sólo muy de vez en cuando
se impone a todas la escucha:
atenta, desinteresada, sin miedo.
Sentada, espera lo inesperado,
que del vientre de su silencio
nazca la senda de TU PALABRA.

(Seve Lázaro, SJ)