La segunda ingenuidad

En algún momento,
perdí la inocencia.
Se enturbió la mirada,
se agrietó el carácter,
me hice ateo en el amor,
militante en el sarcasmo,
rencoroso en el dolor,
contagioso en la tristeza,
acomodado en la fe,
desertor de la esperanza.
El espejo interior
me devolvía sombras.

Tú no te rendiste.
Viniste a rescatarme.
«Sal afuera», gritaste,
y yo, de nuevo Lázaro,
salí, más por inercia
que por voluntad.

Abrí los ojos.
Era niño, otra vez,
descubriendo el mundo
al acercarme a ti.
Tenía alguna cicatriz
en la mirada,
y más conciencia
de mis pies de barro.
pero el amor, el humor,
la compasión y la fe,
la esperanza y la alegría,
habían vuelto,
y esta vez
acrisoladas
por el tiempo.

(José María R. Olaizola, SJ)