Relato de un carcelero

Los trajeron a la cárcel hechos una pena. Les habían dado una paliza, y apenas podían mantenerse en pie. Yo estaba acostumbrado a eso, y ya ni siquiera me daban pena. Algo habrían hecho. «Son unos agitadores, y unos blasfemos», me dijo uno de los magistrados. Yo entonces los até fuerte y los dejé sujetos en el cepo, para que no se escaparan. Al cabo de un rato me sorprendió oírles cantar. Normalmente los presos, en esas condiciones, gimotean, suplican o hasta me insultan. Pero ellos no. Ellos rezaban cantando. No pude evitar asomarme, para ver si es que querían provocarme. Pero no. Solo estaban orando. Y parecían en paz.   Me quedé extrañado, y algo conmovido. Más tarde me dormí, y aún oía sus cantos.

De golpe me desperté por un ruido y una sacudida, y cuando desde mi camastro miré al pasillo vi que sus puertas estaban abiertas. Imaginé que habían huido, y tuve miedo de las autoridades, que no toleran un fallo. Ya estaba pensando en quitarme la vida, y entonces oí a uno de ellos «No te hagas nada, que estamos aquí». No podía creerlo. Me acerqué. Allí estaban esos dos hombres. Sentados, tranquilos, sonriendo. Entré en la celda y me eché a sus pies. Había algo en ellos que era más auténtico de lo que nunca había visto. Les pregunté «¿Qué tengo que hacer para salvarme?» y me invitaron a creer. Llamé a mi familia. Y aquellos hombres nos empezaron a hablar de Jesús, y de sus palabras. De paz, de bienaventuranza, de amor… Yo no quise retenerlos allí, y los llevé a mi casa. Allí les lavé las heridas. Sentía, por su manera de actuar, que lo que habían contado era verdad. Y desde ese momento, me sentí lleno de una dicha que nunca antes había encontrado…

(adaptación de Hch 16, 22-34), Rezandovoy