Estela de un peregrino

Aventurero de mundos nuevos,
que, sin maestro ni consejeros,
allá en los mares del pensamiento,
tus ojos ciegos al fin se abrieron.
Con nuevo afán y nuevos deseos,
al que buscabas fue Quien te halló.

¿Cómo lo hiciste?,
¿cómo entre voces
que piden paso
en nuestros adentros,
cobraste luz y discernimiento
de la que viene del Creador?

Nunca nadie dijo más claro:
¡Dios es solo consolación!
dador de paz,
fuente de alegría,
lumbre de fe, esperanza y amor.

Cómo quisiera fijar mis ojos
en ese Cristo pobre y humilde,
en sus silencios y en sus palabras,
en sus misterios y proceder.
Y paso a paso seguir sus huellas
sin miedo alguno
a perderme o perder.

No negociaste, Ignacio, no con Jesús.
Buscaste siempre entregarle todo:
tu honra, tu fama, tu amor, tu interés.
Y no te importó pasar por loco
queriendo en todo servirle a Él.

Deja que al pie de su cruz
Pregunte a Cristo, como tú hiciste:
“¿Qué mas puedo hacer por ti?”

Envíame, Jesús, envíame a este mundo
con ese Espíritu de Nazaret: no con juicios
ni con reproches, no con alforjas ni con poder.
Sino a sanar llagas, penas, pecados.
¡Quedan tantas lágrimas por secar!

Que no te busque Señor del cielo,
sino en la tierra y la humanidad,
en los caminos, en las fronteras,
en los perdidos y en los sin pan.
Que siempre me encuentres disponible.
Que si me llamas, no mire atrás.
Y como Ignacio, solo persiga, en todo,
tu voluntad.

(Seve Lázaro, sj)