Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón. En esto, una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: «¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija tiene un demonio muy malo». Pero él no le respondió palabra. Sus discípulos, acercándose, le rogaban: «Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros». Respondió él: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Ella, no obstante, vino a postrarse ante él y le dijo: «¡Señor, socórreme!». Él respondió: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». «Sí, Señor –repuso ella–, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos». Entonces Jesús le respondió: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas». Y desde aquel momento quedó curada su hija.
«Native Intuition» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
Qué satisfechos van
los habitantes del pueblo elegido.
Miran, con discreto regocijo,
a quien no tiene acceso
al ala de los favoritos.
No es de los nuestros, piensan.
Con fingida humildad
agradecen a Dios
haber escogido
a los buenos.
De vez en cuando
aleccionan a esos parias
de otras tierras.
Habrías podido estar aquí.
Sólo tenías que ser como yo.
Quizás aún espera,
en su camino,
una cananea
para contarles
que un día Jesús le guiñó el ojo
al abrirle la puerta del Reino.
Y esos guardianes de las esencias
comprenderán, al fin,
en qué consiste el amor.
(José María R. Olaizola, SJ)