Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca.
Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». Él les dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio.
Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres
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«3 hours of beautiful instrumental music» © Compartido en Youtube por Peder B. Helland
En el corazón se guardan
los anhelos más profundos,
los dolores más agudos,
las preguntas que atenazan,
las respuestas que sosiegan.
Las decisiones cruciales
también dentro se nos clavan.
Hay aciertos y fracasos
que quedan en la memoria
y se nos vuelven escuela.
Dentro tenemos historias
cerradas, historias pendientes
historias vividas o imaginadas.
Hay miedos y esperanzas
por lo que pueda llegar.
Pero, sobre todo, hay nombres.
Nombres que evocan rostros,
y evocan gestos,
vivencias, palabras.
Nombres familiares, domésticos,
íntimos, con los que llamamos
a aquellos que amamos y nos aman.
El recuerdo es, en realidad,
viaje de vuelta y reencuentro
con quienes nunca nos abandonan.
(José María R. Olaizola, sj)