Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
«Contigo+feliz» © Difusión libre cortesía de Colegio Mayor José Kentenich
«Sancta Camisia» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
«Qué bien se está aquí,
hagamos tres tiendas».
Humana disposición
a echar raíz en lo apacible.
Pero hay que volver
a la brega diaria.
Hay que volver,
una y otra vez,
al amor aterrizado,
a la intemperie,
a los caminos
que recorremos
cargados de nombres
y de preocupación
cotidiana.
Hay que volver
a las encrucijadas
donde toca optar,
renunciar
y elegir;
a los días intensos,
de búsquedas,
ojeras,
anhelos
y horas estiradas.
Hay que volver
a los días grises,
a las preguntas,
al no saber,
a la inseguridad
reflejada en un espejo,
a la tenacidad
y a la resistencia.
Hay que volver
a lo acostumbrado;
pero no con desgana
o arrastrando la existencia
y el ánimo,
sino con la gratitud
y la esperanza
por banderas.
(José María R. Olaizola, sj)