Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
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Creo en el nombre del Hijo de Dios.
Creo en el amor entregado, que se despliega sin cesar en todo lo que existe.
Creo en sus brazos extendidos para sostener tanta vida rota.
Creo en su perdón cordial, que me abre nuevas oportunidades.
Creo en la Luz que rompe las tinieblas engañosas.
Creo en Cristo, en cuyo rostro descubro quién es Dios y quién soy yo.
(Julia Blázquez, aci)