Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: “¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”.
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Primero era la noche cerrada, y el frío,
y el temor a lo que ocultaban las sombras.
Luego una chispa prendió una llama,
y a su débil resplandor se empezaron a ver siluetas
que a nadie amenazaban.
La llama se hizo hoguera,
y a su alrededor se sentaron
los habitantes del bosque
para calentarse y compartir relatos y canciones.
Comprendieron lo solos que habían estado
hasta ese momento.
Recordaron a otros que, como ellos,
vagaban, entre temores y ausencias,
por la tierra sin luz.
Convirtieron algunas ramas en antorchas
y se marcharon a buscar
a quien erraba sin rumbo.
Ahora el bosque es un lugar menos sombrío,
salpicado por la luz de cien hogueras,
el calor de mil historias
y el eco de todos los cantos.
Algún día no quedarán
resquicios poblados por el miedo ni la bruma,
y todo estará bien.
(José María R. Olaizola, SJ)