Tomás era uno de los amigos de Jesús. Un día llegó a casa y se encontró a todos los demás muy emocionados y nerviosos. “Pero, ¿qué pasa?” –dijo– “Que ha estado aquí Jesús”, decía uno. “Que está vivo”, añadía otro. “Nos ha deseado la paz y nos quiere enviar a todo el mundo”, decía uno más. Pero Tomás estaba enfurruñado. “¡No me lo creo!” –dijo–. “¿Cómo que no te lo crees?” le preguntó otro. “Que yo, si no lo veo y lo toco, no lo creo. ¿Cómo va a estar vivo?” –insistía Tomás–. Y aunque intentaron convencerle, él se quedó sin creerlo. Una semana después estaban todos juntos, también Tomás. Y apareció Jesús en medio. Se quedaron muy sorprendidos. Jesús se acercó a Tomás. Le tomó de la mano y la acercó a sus heridas, donde habían estado los clavos. Tomás estaba temblando del susto. Pero también de la emoción, porque se dio cuenta de que de verdad era Jesús. Entonces le abrazó, mientras decía: “Señor mío y Dios mío”. Estaba muy contento de que estuviera vivo, y un poco avergonzado por no haberlo creído antes. Jesús, mirando a Tomás, y también al resto, les dijo: “Felices quienes crean sin haber visto” (que era lo mismo que decirles, felices los que crean con los ojos del corazón)… Luego se marchó. Pero ellos sabían que estaba vivo, y que ya nunca le perderían.
«Lo nuevo ha comenzado.» © Autorización de Nico Montero
Si siento que Cristo en mí vivo está… Si siento que deseo fiarme más de mí mismo y de los otros… Si siento que el mundo aún puede cambiar… Si siento que necesito a Jesús más cerca, si a veces le pido ver más señales… Si siento que tengo miedos, dudas, desconfianza… Si siento que quiero más… Grito fuerte en mi alma, Aleluya.