Tomás era uno de los amigos de Jesús. Un día llegó a casa y se encontró a todos los demás muy emocionados y nerviosos. «Pero, ¿qué pasa?» –preguntó– «Que ha estado aquí Jesús», decía uno. «Que está vivo», añadía otro. «Nos ha deseado la paz y nos quiere enviar a todo el mundo», decía uno más. Pero Tomás estaba enfurruñado. «¡No me lo creo!», dijo. «¿Cómo que no te lo crees?» le preguntó otro. «Que yo, si no lo veo y lo toco, no lo creo. ¿Cómo va a estar vivo?» –insistía Tomás–. Y aunque le intentaron convencer, él se quedó sin creerlo.
Una semana después estaban todos juntos, también Tomás. Y apareció Jesús en medio. Se quedaron muy sorprendidos. Jesús se acercó a Tomás. Le tomó de la mano y la acercó a las heridas que le habían quedado de los clavos. Tomás estaba temblando del susto. Pero también de la emoción, porque se dio cuenta de que de verdad era Jesús. Entonces se echó a sus brazos, mientras decía: «Señor mío y Dios mío». Estaba muy contento de que estuviera vivo, y un poco avergonzado por no haberlo creído antes. Jesús, mirando a Tomás, y también al resto, les dijo: «Felices quienes crean sin haber visto» (que era lo mismo que decirles, felices los que crean con los ojos del corazón).
Luego se marchó. Pero ellos sabían que estaba vivo y que ya nunca le perderían.
«Yo creo en las promesas de Dios.» © Difusión libre cortesía de Daniel Poli
Para poder sentirte,
quiero creer.
Para amar mejor,
quiero creer.
Para ser amigo tuyo y de quienes te siguen,
quiero creer.
Para construir la paz,
quiero creer.
Para sentir tu alegría,
quiero creer.