Los sumos sacerdotes y las autoridades del pueblo de Israel no entendían a Jesús. No entendían su buena noticia, y siempre le estaban llevando la contraria y le amenazaban con encarcelarle. Entonces Jesús les contó esta historia:
«Un hombre tenía una finca, y encargó a unos trabajadores que la cuidaran. Él se marchó. Al cabo de un año mandó a un criado para recoger los beneficios de la finca, pero los trabajadores le dieron una paliza y no le pagaron lo que debían. Después mandó a otro, y a otro más, pero a todos los maltrataban. Entonces, el dueño decidió enviar a su propio hijo, pensando que los trabajadores no serían tan brutos. Pero a su hijo, en cuanto lo vieron llegar, lo mataron. Así que el dueño decidió volver, castigar a esos trabajadores malvados y entregar la finca a otros obreros mejores.
Cuando terminó de hablar Jesús, los sumos sacerdotes lo miraban enfadados. Porque sabían que lo decía por ellos. Dios es como el dueño de la finca, y los sumos sacerdotes son como los trabajadores, que no hacen caso a sus enviados, ni siquiera a su hijo, que es Jesús.
Padre, me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras,
sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal de que tu voluntad se cumpla en mí,
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor
de que soy capaz,
porque te amo.
Y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.