Un día Jesús llamó a sus mejores amigos, Pedro, Santiago y Juan. Se fue con ellos a una montaña alta, que es el lugar que siempre elegía para rezar. Cuando estaban allí, sus amigos empezaron a ver que Jesús parecía distinto. Su rostro brillaba y sus ropas, que normalmente estaban sucias del camino, en ese momento se veían resplandecientes. También les pareció que al lado de Jesús estaban Moisés y Elías, que eran dos de los grandes profetas antiguos.
Así que Pedro, que estaba muy contento de lo que veía, le dijo a Jesús: «Oye, Jesús, aquí se está fenomenal. ¿Y si nos quedamos aquí para siempre? Yo puedo hacer tres tiendas para que os refugiéis». Mientras decía esto un rayo de sol atravesó las nubes, y una voz –que era la del mismo Dios– les dijo: «Este es mi Hijo, al que yo quiero, mi favorito. Escuchadlo». Y se refería a Jesús, claro. Sus amigos estaban admirados, pero también un poco asustados, así que se arrodillaron, con el rostro en tierra. Pero Jesús se acercó a ellos, les tocó el hombro y les dijo: «Anda, no seáis tontos, que soy yo, el de siempre. Levantaos y no os asustéis». Al mirarle ya todo era normal, como siempre, y se les pasó el susto. Cuando bajaban de la montaña Jesús les pidió que no contasen a nadie lo que acababan de ver.
«Un agujero con mil colores.» © Con la autorización de Migueli