María Magdalena estaba muy triste porque Jesús había muerto. Fue por la mañana a visitar su tumba, como hace la gente cuando va a llevar flores. A Jesús lo habían enterrado en una cueva, con una gran piedra tapando la entrada. Pero cuando María llegó, se encontró con que la piedra estaba movida, y se dio cuenta de que dentro no estaba el cuerpo. Se asustó mucho y echó a correr para ir a donde estaban Pedro y Juan, los otros amigos de Jesús. Y les contó lo que pensaba: «Oye, que alguien ha robado el cuerpo de Jesús». Ellos se levantaron a toda prisa y fueron corriendo. Juan iba más rápido. Pedro iba más lento y casi perdía la respiración. Al llegar, fue Pedro el primero que entró en la cueva. Allí vio que las telas en las que había envuelto a Jesús estaban en el suelo, y el sudario –que es un paño con el que le habían cubierto la cabeza– estaba doblado sobre una piedra. Juan y Pedro se miraron, con los ojos brillantes de alegría. Pues acababan de entender que Él tenía que resucitar de entre los muertos. Y, al descubrir que estaba vivo, después de esos días de lágrimas y tristeza, se empezaron a reír, como niños.
En tu espíritu que nos alegra, estás vivo, Jesús.
En la sonrisa agradecida, estás vivo, Jesús.
En cada abrazo verdadero, estás vivo, Jesús.
En la lágrima de quien se compadece del prójimo, estás vivo, Jesús.
En la curiosidad que nos mueve, estás vivo, Jesús.
En la buena gente estás vivo, Jesús.
En cada acto de perdón estás vivo, Jesús.
En cada gesto de justicia estás vivo, Jesús.
En este rato de oración estás vivo, Jesús.