Jesús se marchó un tiempo al desierto. Allí estaba lejos de la gente, porque necesitaba pensar bien qué iba a hacer. Pasó cuarenta días rezando. Y entonces el diablo le puso tres pruebas.
Primero le colocó unas piedras delante. El diablo sabía que Jesús tenía hambre, porque llevaba semanas ayunando. Y le dijo: «Anda, si eres tan poderoso, ¿por qué no haces que se conviertan en pan? Y así puedes acabar con el hambre». Pero Jesús le contestó: «No solo de pan vive el hombre, sino de las palabras que salen de la boca de Dios».
Después el diablo le llevó al edificio más alto de Jerusalén. Y le dijo: «Tírate desde aquí y haz que te salven los ángeles». Pero Jesús le contestó: «Anda, no me intentes engañar». Porque sabía que si empezaba a hacer ese tipo de cosas, la gente le seguiría por miedo o por poder, pero no por fe en el Dios del amor.
Al final, el diablo le llevó al monte más alto de la región, le enseñó todo lo que se veía y le dijo: «Te haré el dueño de todo, si te arrodillas y me adoras». Y Jesús le contestó: «Está escrito que solo hay que adorar a Dios».
El diablo se marchó, fastidiado porque no había conseguido hacer que Jesús cayese en sus tentaciones.
Señor, aquí estoy,
preparada para darme un nuevo corazón
con latidos de tu amor.
Dame agua verdadera que calme mi sed,
quiero escuchar tu voz y sentir que estás en mí.
Desprenderme de todo lo que no quiero ser,
sentirme a tu lado cuando ya no pueda más,
tender mi mano junto a la tuya
y formar un puente de amor que nada pueda romper.
Señor, aquí estoy,
preparada para hacer de mi sencillo
hogar tu nueva casa donde estar.
Dame fe firme y entera para caminar,
que mueva las montañas, que mi tierra tenga sal.
Cuando sienta ganas de desobedecer…
Cuando la mentira me llame…
Cuando sea egoísta…
Cuando pase por alguna dificultad y sienta que no puedo más…
...¡Ayúdame, Jesús!