Los amigos de Jesús se habían acostumbrado a verle siempre como uno de ellos. Dormían en los caminos, era un hombre humilde, y no tenía mucho dinero. Trabajaba mucho… Nadie hubiera dicho que era el Hijo de Dios. Pero un día juntó a sus mejores amigos, que eran Pedro, Santiago y Juan. Si os acordáis, eran los mismos que había encontrado un día en sus barcas, y se habían fiado de él. Los llevó a una montaña, y allí de golpe ellos le vieron de una manera especial. Parecía más fuerte, casi como que brillaba, y su cara reflejaba el brillo de Dios. Entonces Pedro, muy contento, dijo: “Esto está muy bien ¿Por qué no nos quedamos así para siempre?” Y hasta les pareció oír una voz, como el día del Bautismo, que decía: “Este es mi Hijo”. Pero entonces, Jesús volvió a parecer normal, y les dijo que tenían que volver. Porque el trabajo lo tenían que hacer como cada día, anunciando la palabra de Dios. Y que todavía no era el momento de contar todo lo que habían visto.
Jesús, enséñame a verte
en todo lo que miro:
en el día y la noche,
en lo feo y lo bonito,
en el mar y en el campo,
en el pobre y el rico,
en la risa y el llanto,
en el aire que respiro.
Enséñame a verte
aunque estés escondido.
Enséñame a verte
y a saberte… mi amigo.