Un día Jesús estaba hablando con sus amigos. Les decía: “Mirad, aunque ahora os parece que todo está bien, y que toda la gente me quiere y me sigue, van a llegar tiempos peores. Muchos me abandonarán. Y los hombres poderosos, los sacerdotes y los maestros de la ley, me perseguirán, me meterán en la cárcel y me condenarán a muerte. Pero no tengáis miedo de que me maten, pues Dios me hará resucitar…” En ese momento Pedro lo interrumpió, lo apartó de los demás y le riñó: “¡De eso nada, Jesús! Pero, ¿cómo dices esas cosas? No permitiré que pase nada de eso”. Pero Jesús se enfadó con él y dijo en voz muy alta, para que lo oyeran todos: “Déjame en paz, Pedro. No entiendes nada. Tú piensas como los hombres, no como Dios”. Y les miró a todos y se puso a explicarles: “El que quiera venir conmigo tendrá que aceptar la dificultad, el rechazo y deberá cargar con su cruz. El que solo persigue bienestar, comodidad y privilegios, no ha entendido nada. Yo hablo de entregar la vida, de cuidar a los otros, de amar siempre. Eso es lo que Dios verá cuando mire lo que ha sido la vida de cada uno”.
Tan cerca de mí, tan cerca de mí, que hasta lo puedo tocar, Jesús está aquí. Le hablaré sin miedo al oído, le contaré cosas que hay en mí y que sólo a Él le interesarán. Él es más que amigo para mí. Míralo a tu lado caminando y paseándose en la multitud, muchos ciegos van, pero no le ven, ciegos de ceguera espiritual. No busques a Cristo aquí en lo bajo, ni lo busques en la oscuridad: muy cerca de ti, en tu corazón, puedes adorar a tu Señor.