Un día Jesús iba caminando hacia Jerusalén. Iba a entrar en un pueblo y se acercaron diez leprosos. Los leprosos, en Israel, tenían prohibido acercarse a los sanos, por si los contagiaban. Por eso, se detuvieron lejos y gritaban fuerte, para que Jesús los oyera: "¡Ayúdanos! Ten compasión de nosotros". Jesús, también de lejos, les dijo: "Id a ver a los sacerdotes del templo". Ellos se marcharon, y cuando iban de camino, se dieron cuenta de que habían desaparecido las manchas de la lepra, y que estaban curados. Se pusieron contentísimos, a gritar, reír, abrazarse. Todos se fueron corriendo a sus casas. Menos uno, que dio la vuelta y volvió a buscar a Jesús, y en cuanto lo vio cayó de rodillas y le abrazó las piernas, para darle las gracias. Cuando Jesús lo vio, dijo: "¿Y los demás? ¿No han tenido ni tiempo para dar las gracias?" Entonces se agachó hacia el que había vuelto, que era un samaritano (los judíos despreciaban a los samaritanos, porque decían que no cumplían la ley) y Jesús comentó: "Este extranjero es el único que ha entendido de verdad". Y le dijo: "Levántate y vete, que tu fe te ha salvado".
«Ite inflamate omnia.» © Autorización de Compañía de Jesús Chile
Te damos gracias, oh Señor.
Porque haces maravillas en tu pueblo, Señor.
Señor, Señor, Señor, Tú estás aquí.
A mis amigos, porque me gusta estar con vosotros. A mis padres, porque me queréis tanto. A mis abuelos, porque cuidáis de mí. A mis profes, porque os preocupáis de que aprenda. A Dios, porque siempre me guías. A la naturaleza, que me da frutos, alimento y refugio.