Mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: ‘Este hombre empezó a construir y no pudo acabar’. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».
Carga con la cruz,
acepta el temor,
la incertidumbre,
las noches de insomnio,
el cuchicheo hostil
de los pendencieros.
Carga con la cruz,
abraza el dolor
del herido,
aguanta el peso
de enfados y deserciones,
acoge la bruma
que envuelve amenazas.
Ignora las palabras
envenenadas,
triviales, absurdas,
hirientes o falsas.
Elige un silencio
que calla y no otorga,
la resistencia
que no compadrea
con desvaríos.
Niégate
a multiplicar el odio.
Llora lo injusto
con lágrimas sinceras
que han de regar la esperanza.
Aleja la risa hueca
que oculta vacíos.
Observa, aunque duela,
el mundo tras las fachadas.
Adéntrate en él.
Apoya,
con tu hombro,
con tu gesto,
con tu sangre derramada
si es necesario,
al inocente condenado
que desde abajo
dará la vuelta a la derrota.
(José María R. Olaizola, SJ)