Mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: ‘Este hombre empezó a construir y no pudo acabar’. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».
Más abiertos aún
los brazos,
para abarcar
a quien necesita
una cuna para su dolor.
Más abiertos,
mostrando
una desnudez
que no esconde malicia.
Más abiertos,
y de tan abiertos
un poco quebrados,
que no hay quien los sostenga,
solo dos clavos.
Un rostro exhausto,
pero aún capaz de ver
a la madre,
al amigo,
al enemigo
y para todos balbucear
amor, perdón o futuro.
Cargar con la cruz
es abrazar la vida.
Ahora.
(José María R. Olaizola sj)