Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a una higuera para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
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«Entonces descubrí en mí esta diferencia: que cuando pensaba en las cosas del mundo, me deleitaba mucho; pero luego me cansaba y lo dejaba, hallándome al final seco y descontento. Mas cuando pensaba en ir a Jerusalén descalzo, comiendo solo hierbas, y haciendo todos los sacrificios que veía hacer a los santos… En esos momentos no solo me sentía consolado, sino que pasado un tiempo seguía contento y alegre».
«En toda buena elección, en cuanto depende de nuestra parte, el ojo de nuestra intención debe ser simple, solamente mirando para lo que soy criado, es a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor y salvación de mi ánima; y así cualquier cosa que yo eligiere, debe orientarse al fin para el que soy criado […] Así ninguna cosa debe moverme a tomar tales medios o a privarme de ellos, sino sólo el servicio y alabanza de Dios nuestro Señor y [la] salud eterna de mi ánima».
(EE, 169)