El último día de Jesús fue muy especial. Muy difícil, la verdad. Por la noche, después de la cena, se fue a rezar a un huerto de olivos. Se sentía un poco asustado, pues sabía que las autoridades estaban intentando acabar con él porque no les gustaba lo que decía. Y uno de sus amigos, Judas, había estado actuando bastante raro, así que sospechaba que Judas lo iba a entregar. El resto de sus amigos estaban dormidos, de modo que se sentía un poco solo.
Y cuando estaba en el huerto rezando, llegó Judas con los soldados del templo y lo llevaron arrestado. Entonces empezó una noche muy difícil y muy rara. Lo juzgaron tres veces. Primero Caifás, el jefe religioso de los judíos. Lo condenó porque dijo que había blasfemado –blasfemar es hablar mal de Dios–. Es porque Caifás no entendía nada de lo que Jesús decía sobre el amor, y le pasaba lo que a todos los hombres necios: que no estaba dispuesto a aprender nada nuevo. También lo juzgó Herodes, el rey de los judíos (que era hijo del otro Herodes que ya conocemos). Pero este era tan tonto que solo le pidió a Jesús que hiciera un milagro, como si fuera un truco de magia. Jesús no quiso, porque no quería usar su poder para eso. Así que lo mandaron ante Pilato, el jefe de los romanos. Este sabía que Jesús era inocente, pero, aun así, también lo condenó, para no tener problemas con los judíos.
Y así, la dureza de uno, la superficialidad de otro y el egoísmo del tercero lo condenaron a muerte. Entonces lo mandaron, cargando con una cruz y muy golpeado, hacia un monte que se llamaba de la calavera, por la forma que tenía. Solo un campesino que pasaba por allí lo ayudó a cargar con la cruz, y una mujer le secó el rostro con un trapo para aliviarlo. Y allí lo clavaron en una cruz.
Jesús, en esos momentos finales, dijo las últimas palabras de su vida. Como si fuera ya una última enseñanza. Sus últimas palabras fueron de perdón para los que le hacían daño; de cariño hacia uno de los que estaban crucificados junto a él (porque había dos ladrones con él); de ternura hacia su madre y su amigo Juan, que estaban al pie de la cruz; de necesidad, cuando dijo que tenía sed. También rezó a Dios, diciéndole que se sentía muy solo; luego le dijo que creía que había hecho todo lo que tenía que hacer. Y al final, con un grito de confianza, se puso en manos del Padre. Y murió.
Sus palabras siguen resonando hoy. Cada vez que alguien habla de perdón y de cariño. Cada vez que alguien habla con ternura. Cada vez que alguien pide ayuda. Cada vez que alguien habla a Dios de confianza. Cada vez que alguien lo da todo por amor.
«En él solo la esperanza.» © Autorización de Cristóbal Fones
Silencioso pasas cargando tu cruz
tu cruz que no es tuya sino mía.
Descalzo sobre el polvo de tu querida tierra
que hoy te condena por amar a cualquiera.
Pasas entre la gente sin reprocharles nada
y miras silencioso que el camino se alarga.
Con los hombros hinchados por llevar el madero,
un madero cargado de pecados del pueblo.
Aquel sacrificio en que culmina tu vida
de 33 cortos años largamente sufrida.
33 años de vida hondo predicador
de tan noble evangelio y tan noble misión.
Para estos palos naciste,
pa´ salvar hombres como yo,
débiles peregrinos que no entonan canción.
Tú te mueres tantas veces
en mi calle y mi nación,
y hoy loco de amor mueres de forma atroz.
Tú no tenías cruz buscaste las mías
y por mucho que caigas sin embargo caminas.
Seguiré tus pasos amigo Jesús
al final mi locura, locura de cruz.
Gracias, Señor, gracias
por cargar con tu cruz,
tu cruz que no es tuya
sino mía.