Cuando Jesús era casi un bebé pasó una cosa muy sorprendente. Sus padres le llevaron al templo, porque era costumbre de los judíos presentar allí a los recién nacidos para que Dios los protegiera.
El templo de Jerusalén era un lugar enorme, lleno de gente. Todo el mundo andaba de un lado para otro, así que José, María y Jesús estaban un poco perdidos.
Pero un hombre muy mayor, que se llamaba Simeón, en cuanto los vio, echó a correr hacia ellos. Estaba feliz. Y les dijo: «Llevo toda la vida esperando a ver a este niño».
María y José se miraron sorprendidos. Pero ya empezaban a acostumbrarse a que con Jesús pasaran cosas extraordinarias. El hombre siguió diciendo: «Este niño será luz para las naciones…»
Luego miró a María y le dijo: «Pero no va a ser fácil, porque muchos no entenderán lo que diga».
María y José se apoyaron un poco más uno en el otro. Pero no tuvieron miedo. Al final el hombre se marchó muy contento por haber visto a Jesús, al que llevaba esperando muchos años.
Luego la familia volvió a Nazaret, a su casa. Allí pasaron los años y Jesús iba creciendo, y se hacía mayor y más sabio.
Aunque esté cansado y agotado,
con un peso enorme en mi costado,
yo te seguiré dando la gloria,
pues sé bien en quién he confiado.
No eres hombre para que mientas,
con tu diestra Señor me sustentas
tu gozo es mi fortaleza.
Me levanto Jesús y proclamo tu nombre:
nada me separará de Ti, Señor,
nada me separará,
si caigo me has de levantar, Dios.
Nada me separará de Ti, Señor.
Me has amado y es tu amor
más ancho y más profundo que el mar.
Aunque esté cruzando un gran desierto
y aunque todo me parezca incierto.
Yo te seguiré dando la gloria,
te bendigo y me das la victoria.
No me dejas ni me desamparas
y me cubres, Señor, con tus alas.
Tu misericordia es para siempre.
(Juan Luis Guerra)