El hijo se puso en camino a casa de su padre. Estaba aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo, se le echó al cuello y le besó. El hijo le dijo: «Padre, he pecado contra Dios y te he ofendido, ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus criados: «Enseguida, traed el mejor vestido y vestidlo; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el ternero cebado y matadlo. Celebremos un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado». Y empezaron la fiesta.
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No te cansas de mí,
aunque a ratos
ni yo mismo me soporto.
No te rindes,
aunque tanto
me alejo, te ignoro, me pierdo.
No desistes,
que yo soy necio,
pero tú eres tenaz.
No te desentiendes de mí,
porque tu amor
puede más que los motivos
Tenme paciencia,
tú que no desesperas,
que al creer en mí
me abres los ojos
y las alas…
(José María R. Olaizola, sj)