







Respecto a vosotros, hermanos, yo personalmente estoy convencido de que rebosáis buena voluntad y de que os sobra saber para aconsejaros unos a otros. A pesar de eso, para traeros a la memoria lo que ya sabéis, os he escrito, a veces propasándome un poco. Me da pie el don recibido de Dios, que me hace ministro de Cristo Jesús para con los gentiles: mi acción sacra consiste en anunciar la buena noticia de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, agrade a Dios.
Como cristiano, pongo mi orgullo en lo que a Dios se refiere. Sería presunción hablar de algo que no fuera lo que Cristo hace por mi medio para que los gentiles respondan a la fe, con mis palabras y acciones, con la fuerza de señales y prodigios, con la fuerza del Espíritu Santo. Tanto, que en todas direcciones, a partir de Jerusalén y llegando hasta la Iliria, lo he dejado todo lleno del Evangelio de Cristo. Eso sí, para mí es cuestión de amor propio no anunciar el Evangelio más que donde no se ha pronunciado aún el nombre de Cristo; en vez de construir sobre cimiento ajeno, hago lo que dice la Escritura: «Los que no tenían noticia lo verán, los que no habían oído hablar comprenderán».
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Ahí estamos los apóstoles de hoy, llamados a seguir anunciando su Voz. En el siglo XXI. En un mundo amplio. Millones de personas necesitan escuchar con oídos nuevos la palabra de Jesús. Y ahí sigue el Señor, llamando a que nuevos apóstoles tomen el relevo y sigan comunicando una buena noticia. Con creatividad e ilusión, con iniciativa y riesgo, con valentía y audacia. Pablo cumplió su misión. Pero hoy sigue habiendo muchos Pablos en nuestro mundo. Muchos testigos, que no podemos callar. Porque si dejamos de hablar, ¿quién anunciará la palabra? ¿Quién proclamará la verdad? ¿Quién cantará un amor infinito y generoso? ¿Quién exigirá la justicia y la misericordia? Tú, y tantos. Apóstoles de hoy, llamados a gritar la buena noticia de siempre.
(Rezandovoy)