Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Simón, llamado el Zelote; Judas el de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Después de bajar con ellos, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos.
«Taizé instrumental II» © Autorización de Atheliers et Press de Taizé
Jesús envió su espíritu, que siguió vivo, presente entre los hombres y mujeres de todos los tiempos. El espíritu tocaba sus corazones, empujándolos a salir a los caminos, a las calles, a las ciudades, para seguir comunicando su buena noticia. Y así, a lo largo de los siglos, eligió a Juan, y a Elisa, a Alberto, a Isabel, a Paco, a Guadalupe, a Teresa, a Antonio, eligió personas de toda condición, a los más formados, y a los que no tenían títulos, a los más prudentes y a los más audaces, los jóvenes o los ancianos. A todos fue tocando y llamando. Y, con ellos, y a través de ellos, siguió respondiendo a las preguntas e inquietudes, a las llamadas y búsquedas, a las heridas y dolores de una humanidad ávida de respuestas. Les empujó a estar cerca de otras personas, a compartir con ellos el pan y la esperanza. Y ellos, los discípulos de todos los tiempos, se convirtieron en cauce de una fuerza que viene de Dios mismo, la fuerza de un amor que todo lo puede.
(Rezandovoy, el pasaje de Lc 6, 12-19 hoy)