El Señor designó otros setenta y dos y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: ‘El reino de Dios ha llegado a vosotros’».
«Tu rostro» © Con la autorización de Grupo Confía2
«Sweet Algebur» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
¡Oh, Dios! Envíanos locos,
de los que se comprometen a fondo,
de los que se olvidan de sí mismos,
de los que aman
con algo más que con palabras,
de los que entregan
su vida de verdad y hasta el fin.
Danos locos,
chiflados,
apasionados,
hombres capaces
de dar el salto hacia la inseguridad,
hacia la incertidumbre
sorprendente de la pobreza;
danos locos,
que acepten diluirse en la masa
sin pretensiones de erigirse un escabel,
que no utilicen
su superioridad en su provecho.
Danos locos,
locos del presente,
enamorados de una forma de vida sencilla,
liberadores eficientes del proletariado,
amantes de la paz,
puros de conciencia,
resueltos a nunca traicionar,
capaces de aceptar cualquier tarea,
de acudir donde sea,
libres y obedientes,
espontáneos y tenaces,
dulces y fuertes.
Danos locos, Señor, danos locos.
(L.J. Lebret)