Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». Al verlos, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?». Y le dijo: «Levántate y vete, tu fe te ha salvado».
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Eres la luz,
pero no una luz de sol
que baña las criaturas
en las orillas de la piel.
No eres la luz
que deslumbra las miradas,
ni con tu fulgor
diluyes todo lo viviente.
Tú eres la luz
que nos haces visibles desde dentro,
amaneces cada día
en el interior de los cuerpos
por el oriente infinito
de nuestro deseo,
enciendes toda criatura
y vuelves transparente
el celemín que te encubre
en nuestra noche.
Toda luz crea sombras,
pero tú eres luz que las disipa.
¡Tantas criaturas
beben ansiosas cada noche
su ración de luces pasajeras
en vasos seducidos!
Cuando yo las mire,
¿les brillará en mis ojos
el reflejo amigo
de tu luz, de su luz,
que las habita
y desconocen?
(Benjamín G. Buelta, SJ)