Los setenta y dos que Jesús había enviado volvieron con alegría contando: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Jesús les dijo: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo». En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron
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Desde siempre tu llamado
antes que mi respuesta,
y el camino invita a la danza
con rostros, historias y latidos.
Desde siempre tu mandato
antes que los resultados
y el miedo no amenaza
si es compartido.
Desde siempre tu carne
antes que la fórmula vacía
y el amor se hace cuerpo-entrega
en la mesa de los hijos,
de los amigos,
de los amores,
del nosotros,
de la memoria viva.
Desde siempre nos envías
y nos vuelves al corazón ardido
del Padre
con nuestros pies de barro,
tu buena noticia
en los gestos sin vidriera,
en lo que sale a contramano
y se le planta cara con confianza,
en los abrazos que son casa,
en las miradas que hablan,
en los labios sedientos
que cuentan con silencios
y tu Palabra elocuente
la promesa cumplida
y el destino clavado de lo eterno
con nuestros nombres
escritos en el cielo.
(Malvi Baldellou)