Un fariseo rogó a Jesús que fuera a comer con él y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. En esto, una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora». Entonces Jesús dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él contestó: «Dímelo, Maestro». Jesús le dijo: «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le mostrará más amor?». Simón respondió: «Supongo que aquel a quien le perdonó más». Le dijo Jesús: «Has juzgado rectamente». Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de paz; ella, en cambio, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero, al que poco se le perdona, ama poco».
Y a ella le dijo: «Han quedado perdonados tus pecados». Los demás convidados empezaron a decir entre ellos: «¿Quién es este, que hasta perdona pecados?». Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».
«A Celtic Celebration» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
No sé si podré verle. Jesús, ese hombre del que todo el mundo habla, que a todos acoge y perdona… ¿tendrá también para mí palabras de cariño? ¿Para mí, con todos mis errores, mis equivocaciones, con las veces en que he actuado mal?
Entro en la habitación en la que está. E inmediatamente noto la mirada despectiva de muchos de los que le rodean. Me miran de arriba abajo. Piensan que no merezco la pena. Su expresión es de rechazo. Saben de mi historia, de mis miserias, de mis vergüenzas. Pero no quiero rendirme. Miro hacia donde está Jesús. Su rostro es amable, y cuando me ve él no muestra desprecio; al contrario, parece invitarme a acercarme. Por eso, cuando llego ante él, y noto que no me juzga, que no me condena, que quiere escucharme, me siento en paz. Su cercanía me conmueve, y me agacho para abrazarle. Abrazo sus piernas, y un nudo dentro de mí se deshace. Un nudo de dolor, de soledad, de culpa. Su mano acaricia mi cabeza, y me siento como una cría en brazos de su madre. Alguno de los que están alrededor carraspea, como si quisiera mostrar desaprobación. Pero Jesús se enfrenta con él. Habla bien de mí, de mi necesidad y miedo, de mis heridas y urgencias, y critica la hipocresía de quien se siente perfecto… Al escucharle se hace un silencio sepulcral. Muchos de los que están cerca miran hacia el suelo, incómodos y quizás, abochornados. En cambio, yo siento el perdón como si fuera lluvia fresca sobre una tierra sedienta. Me mira, y me dice: «No peques más». Entonces noto en mi interior el deseo de responder, de ser mejor persona, de no pecar más, pero no por perfección o por miedo, sino porque quiero responder a su amor con más amor. Creo que de eso se trata.
(adaptación de Lc 7,36-50, por Rezandovoy)