Jesús salió de casa y se sentó junto al lago. Se reunió junto a él tanta gente que se subió a una barca y se sentó, mientras la multitud estaba de pie en la orilla.
Les explicó muchas cosas con parábolas: «Una vez salió un sembrador a sembrar. Y al sembrar, unas semillas cayeron junto al camino, vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso con poca tierra. Al faltarles profundidad brotaron enseguida; pero, al salir el sol se marchitaron, y como no tenían raíces se secaron. Otras cayeron entre cardos: crecieron los cardos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra fértil y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. Quien tenga oídos que oiga».
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Sembrador, no desesperes
si las piedras estropean el terreno,
si las aves picotean las semillas,
si los brotes se achicharran con el fuego.
Bien sabes que toda siembra es insegura,
que no siempre es fecundo ese subsuelo
que ha de ser tierra fértil algún día.
Muchas veces el esfuerzo será inútil.
Habrá etapas en que toque arar de nuevo.
Sentirás al final de la jornada
que no hay cosecha que pague tanto esfuerzo.
Y, con todo, no cejes, no desistas.
No dejes que te aturda el desaliento.
Persevera, no sucumbas a la duda.
No conviertas tu voz en el lamento
de quien solo conjuga oscuridades.
No está en tu mano doblegar el tiempo.
No exijas perfecciones irreales
ni ambiciones el éxito perpetuo.
Quizás no recolectes tú los frutos.
Pero sabes que sembrar es tu talento.
No lo encierres en cámara sellada
para así protegerte del despecho
de quien ha de asumir la incertidumbre.
Es Dios quien te encomienda la tarea.
Deja que el mismo Dios la lleve a término.
(José María R. Olaizola, SJ)