Jesús entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada».
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Puertas que se abren,
y estoy en casa.
Mi gente.
Brazos que envuelven.
Manos que acarician
este rostro cansado
Palabras que cantan,
acunan y aquietan.
Miradas que esperan.
Gestos de hogar.
Risas sinceras.
Amigos que secan las lágrimas
con su presencia.
Calor que funde
penas de hielo,
muros de ausencia,
miedos de piedra.
Descanso,
aún no llegada.
Tú que nos unes.
Y después, al camino de nuevo,
un recuerdo vivo,
indestructible
presencia
más batallas,
heridas nuevas.
Hay otros cansancios,
hay tormentas.
No hay derrota,
porque hay puertas que se abren,
y estoy en casa.
(José María R. Olaizola, SJ)