Un maestro de la ley se levantó y, para poner a prueba a Jesús, le preguntó: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». Él respondió: «’Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza’ y con toda tu mente. Y ‘a tu prójimo como a ti mismo’». Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida».
Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: ‘Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». El maestro de la ley contestó: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».
«Ignacio Intimo» © Autorización de San Pablo Multimedia
«The promise fulfilled» © Autorización de San Pablo Multimedia
Está en cada corazón,
en cada memoria,
en cada esperanza.
Está en canciones
y en poemas,
en plegarias
y en historias.
Es fuente de alegría,
y a veces de zozobra.
Se aprende a vivirlo.
Nos hace humanos.
Nos acerca a Dios.
Nos abre a los otros.
Nos mueve.
Sus frutos son
la justicia,
la compasión,
la alegría,
la concordia.
Hay un amor
que aprendemos en Dios,
El que nos mira
con infinita ternura,
El que cree en cada uno,
El que anhela el bien
de todo ser humano.
Un amor que late
en ti.
(José María R. Olaizola, SJ)
Iba caminando, volviendo de mi quehacer cotidiano. Contento. Era un día como tantos otros. Mi familia esperaba en casa, y yo había terminado mi trabajo en la ciudad. Tenía hambre, y pensaba, con gusto, en la cena. Ni siquiera los vi venir. Me golpearon por detrás. Solo pensaba en que no quería morir. Llovieron los puñetazos y patadas. Me quitaron la cartera, y me quitaron la ropa. Intentaba cubrirme lleno de vergüenza. Al final se marcharon. Quedé tirado en el suelo, sin fuerzas siguiera para llorar. Se acercó gente. Traté de pedir ayuda, pero me miraban, incómodos, y pasaban de largo. No sé, pensarían que estaba borracho, o que era culpa mía. Entonces un hombre se bajó de un coche y se acercó. Me sujetó la cabeza con cuidado. Me dio de beber. Me subió a su coche. A mí me daba apuro mancharlo, con barro y sangre, pero ni me dejó hablar. Me llevó a una casa que no sé si era la suya. Yo no tenía papeles, ni podía hablar. Pero aquel hombre se encargó de todo. Me limpiaron las heridas, me bañaron y me acostaron. Se aseguró de que yo estuviera atendido y entonces me dijo que volvería… Cuando lo hizo, yo estaba ya mejor. No hablamos mucho. Yo no sabía cómo agradecerle lo que había hecho por mí. Me llevó, en su coche, a casa. Antes de bajar, me dio la mano. Le abracé fuerte. Yo tenía un nudo en la garganta, y solo pude balbucear: «gracias».
(Rezandovoy)