Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».
Posa tu mano en la herida
del pecho atravesado,
toca la muerte del corazón,
las angustias abismales,
los amores sin destino,
los golpes del alma
que nunca cicatrizan.
Mete tus dedos
en las manos taladradas
por el ácido corrosivo
de los trabajos duros,
por los cepos injustos,
por las siegas sin salario.
Acaricia con la yema de tus dedos
los pies perforados
de los emigrantes sin más tierra
que la pegada en sus heridas
en cada paso errante.
No tengas miedo de palpar
la huella de lanzas y de clavos.
¡Tus dedos sentirán
en el fondo de cada herida
un latido del resucitado!
(Benjamín González Buelta, SJ)