Jesús dijo a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».
«En tus manos, Señor» © Permisos pedidos a Candil
Has oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». Parece razonable. Conveniente. ¿Quién sería tan necio como para amar a su enemigo? Pero yo te digo: ama a tus enemigos, reza por los que te traten mal. Haz como el Padre del cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos, hace llover sobre justos e injustos. Si amas sólo a quienes te aman, ¿en qué se nota tu fe? Es lo mismo que hace cualquiera, quizás incluso el más egoísta de los hombres. Si sólo te tratas con los que te caen bien, si sólo abres tu puerta a los amigos, si sólo tienes tiempo para los que son como tú, o los que piensan como tú, ¿qué hay de especial en ello? Tú ama, hasta la extenuación. Busca esa perfección, que es la única que vale. El amor pleno, generoso, radical. Ese que descubres en el Padre bueno.
(Rezandovoy, adaptación de Mt 5, 43-48)