Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse.
Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».
«Los ojos en él» © Disponible en plataformas, artista Coro San José
«I Giorni» © Permisos pedidos a Ponderosa Music&Art
Es difícil explicar lo sucedido. Estábamos juntos, rezando. Hacía días se había ido. Esperábamos. Sin saber muy bien qué. En cada uno de nosotros se mezclaban los sentimientos. La alegría por saber que la muerte no había vencido, y la tristeza porque ya no le teníamos con nosotros. Las ganas de proclamarlo, y el temor a las autoridades, que podían castigarnos. La fe en él y su buena noticia, y la conciencia de nuestra propia fragilidad…
Entonces, ocurrió. Como un fuego, como una presencia, como una fuerza que rompiese nuestras barreras y resistencias. Entonces creímos, tal vez como nunca antes habíamos creído. Supimos que era cierto, que estaba con nosotros, para siempre.
Y la alegría asomaba a los ojos, a los corazones, a los labios. Salimos a la calle, y empezamos a contarlo. Con tal convicción y certidumbre, que cualquiera nos entendía. El júbilo era contagioso. La valentía, nueva. La justicia, plena. La misericordia, eterna.
Ahora sí, estábamos preparados para ir a todo el mundo y proclamar el evangelio.
(adaptación de Hch 2, 1-11, por Rezandovoy)
No desistas, Señor, sigue insistiendo
en venir a nosotros, en hacerte
vecino del dolor y de la lágrima.
Ven más cada mañana,
nunca dejes
de acercarte.
Sucede
que la arcilla es así,
que está rajada
de añoranza y de amor
y nuestro cántaro
se nos queda sin sol,
se cuela el agua
hacia Ti.
Sigue empeñado,
a pesar de nosotros y la aurora,
viniendo a nuestra sed.
Llegará un día
en que todo estará
como Tú quieras.
(Valentín Arteaga)