María Magdalena estaba fuera, junto al sepulcro, llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Ellos le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto». Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Entonces Jesús le preguntó: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dijo: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». Jesús le dijo: «María». Ella se volvió y le dijo en hebreo: «Rabbuní», que quiere decir ‘Maestro’». Jesús le dijo: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: ‘Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios’». María fue y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras.
«Lo nuevo ha comenzado» © Difusión libre cortesía de Nico Montero
«Seraphim» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
María corre, con una mezcla de ilusión, sorpresa, incomprensión… pero sobre todo con la alegría profunda de quien ha recuperado lo que más ama: «¡Está vivo!»
No sabe si reír o llorar. Se siente ligera y casi danza al caminar, con ese júbilo que se experimenta en los momentos más especiales de la vida. Está deseando contarlo, compartir esta buena noticia.
Entra donde están los otros… cabizbajos y tristes. Habla en voz alta, con rapidez. Tanta que le tienen que pedir que se calme. Pero a medida que cuenta lo que ha ocurrido ve cómo se enciende un fulgor nuevo en los ojos de los discípulos. Un fulgor de esperanza, de reconocimiento. Su amigo vive. Lo creen.
Entonces se vuelve hacia María, la madre de su amigo. Se miran, incapaces de decir nada. Y las dos se funden en un abrazo.
(Rezandovoy)