Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Le dieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa.
Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume. Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?». Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Jesús dijo: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis».
Gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús.
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No siempre me tendréis con vosotros.
Habrá días de oscuridad y ausencia.
Etapas en que la fe vacile.
Jornadas en que olvidéis los motivos.
Otras voces sepultarán la mía.
Confundiréis el evangelio
con manuales de rutinas.
Congelaréis mi imagen
en una obsesión.
Adoraréis becerros de oro
creyendo que me dais culto.
30 monedas de plata
será el precio del abandono.
Ojalá despertéis del engaño
al celebrar mi memoria.
Que la palabra,
proclamada de nuevo,
descoloque las piezas
de ese mosaico inerte
en que habéis convertido
mi mensaje.
Si no estáis dispuestos
a derramar el perfume más valioso
por responder a mi llamada,
es que aún no habéis entendido
quiénes sois, y quién soy.
(José María R. Olaizola, SJ)