Jesús se fue al Monte de los Olivos. Pero de madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?». Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra.
Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Ella respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».
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«El que esté libre de pecado
que tire la primera piedra».
Poco más hay que decir.
El milagro es que te escuchen.
Que comprendan tus palabras.
Que dejen caer al suelo
cada pedazo de roca
y decidan no avanzar
por la calle de la furia.
El milagro es que, al oírte
se descubran, reflejados
en esa mujer que llora
por todo lo que se ha roto
en su vida y en su historia.
Inesperada victoria
de una humildad renacida.
Tentación es, en la vida,
destrozarnos a pedradas.
Es complicado mirarse
y reconocer las sombras.
Solo cuando tú las nombras
algo se mueve por dentro.
Es más fácil arrojarnos
piedras, insultos, lamentos.
Escondernos tras fachadas
de perfección aparente.
Pero tú insistes, paciente.
«El que esté libre de pecado
que tire la primera piedra».
(José María R. Olaizola, SJ)