Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchad otra parábola: ‘Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. Llegado el tiempo de los frutos, envió a sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’. Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: ‘Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia’. Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?’».
Le contestaron: «Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo». Entonces Jesús les dijo: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: ‘La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente’? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos».
Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos. Y, aunque intentaban echarle mano, temieron a la gente, que lo tenía por profeta.
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Líbranos, Señor, de la codicia.
De atarnos a las riquezas
como el que se sujeta
con un cinturón de seguridad
al avión que vuela a su destino.
De constituirse a sí mismo
en centro de peregrinación
donde confluyan los caminos
de los que van y vienen
buscando al absoluto.
De inmolar nuestra libertad
ante el altar de la técnica
donde vamos destruyendo
con el consumo voraz
el futuro hecho objeto.
De acumular conocimientos
con el propósito callado
de hinchar nuestro apellido,
hasta que llegue vía satélite
hasta los confines de la tierra.
De apuntar con el índice
a nuestro propio pecho
jugando a ser como dioses,
mientras el dedo de Juan
señalaba a Jesús entre la gente
y Jesús señalaba a Dios y su Reino.
Líbranos de toda codicia,
la del espíritu y la técnica,
la de fama y el dinero,
ídolos que nos hacen orgullo
drogados por su brillo pasajero.
Para llenar la ansiedad
y el vacío de trascendencia
exigen su ración diaria
de sangre propia y ajena.
(Benjamín González Buelta, SJ)