Jesús entró otra vez en la sinagoga y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Lo estaban observando, para ver si lo curaba en sábado y acusarlo. Entonces le dijo al hombre que tenía la mano paralizada: «Levántate y ponte ahí en medio». Y a ellos les preguntó: «¿Qué está permitido en sábado? ¿hacer lo bueno o lo malo? ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?». Ellos callaban. Echando en torno una mirada de ira y dolido por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: «Extiende la mano». La extendió y su mano quedó restablecida. En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para acabar con él.
Estaba yo en la sinagoga. Mi brazo estaba paralizado, atrofiado desde hacía tiempo. Incapaz de moverme, de tocar, de abrazar, de agarrar nada. Jesús me miró y me invitó: «Levántate, y ponte ahí en medio». Lo hice. Algunos hombres, que no entienden de amor, murmuraban que siendo sábado no se podía hacer nada. Jesús les dijo: «¿Qué está permitido en sábado, hacer lo bueno o lo malo, salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?» Se quedaron callados. Jesús miró alrededor, enfadado con ellos. Luego me miró a mí y me dijo: «Extiende la mano». Lo hice, con una mezcla de confianza y deseo profundo. Y, sin casi darme cuenta, estaba curado. Me invadió la alegría, la gratitud y la esperanza. Los fariseos siguen sin entenderlo, pero yo sé que Jesús quiere, ante todo, devolver la vida a lo que está inerte.
(Mc 3, 1-6 narrado por el hombre sanado, por Rezandovoy)