Cuando a los pocos días Jesús entró en Cafarnaún se supo que estaba en casa. Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. Y les proponía la palabra. Y vinieron trayéndole un paralítico llevado entre cuatro y, como no podían presentárselo por el gentío, levantaron la techumbre encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe que tenían, le dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: «¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo uno, Dios?». Jesús se dio cuenta enseguida de lo que pensaban y les dijo: «¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate, toma la camilla y echa a andar’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados –dijo al paralítico–: ‘Te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’». Se levantó, tomó inmediatamente la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: «Nunca hemos visto una cosa igual».
«Modo vida» © Con la autorización de Santiago Benavides
Trivializamos el amor,
como si fuera fácil
cargar la camilla
del prójimo.
Abanderados
de un heroísmo resultón,
hecho a medida,
damos lo que queremos
y racionamos lo que nos cuesta,
administradores cicateros
de tiempo y afecto.
¿Quién abrirá boquetes en el techo
para hacer sitio al olvidado,
si nosotros, que podemos,
le negamos el pan
y el abrazo?
¿De qué sirve alardear de compasión,
cuando la restringimos al perímetro
de una entrega confortable?
No terminamos de aprender
a cuidar unos de otros.
Medimos cada gesto de ternura,
ignoramos la palabra necesaria,
posponemos la entrega y la justicia,
mientras tú abrazas al mundo
desde una cruz clavada
en la entraña de la historia.
(José María R. Olaizola, SJ)