Estando Jesús en una de las ciudades, se presentó un hombre lleno de lepra; al ver a Jesús, cayendo sobre su rostro, le suplicó diciendo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Y extendiendo la mano, lo tocó diciendo: «Quiero, queda limpio». Y enseguida la lepra se le quitó.
Entonces Jesús le ordenó no comunicarlo a nadie, y le dijo: «Ve, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación según mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Se hablaba de él cada vez más, y acudía mucha gente a oírlo y a que los curara de sus enfermedades. Él, por su parte, solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración.
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Señor, si quieres, puedes limpiarme
de mis lepras y enfermedades,
de mi egoísmo, conformismo y pereza,
de maldades, orgullos y soberbias,
de mi anunciar sin actuar,
de mi actuar sin amar,
Señor, si quieres, puedes limpiarme
de la lepra de mis juicios y condenas,
de negar mi mano y bolsillo a quien lo necesita,
de mis mentiras, medias verdades,
de acumular rencor y resentimiento dentro.
Señor, si quieres, puedes limpiarme
de mis intermitencias e inconstancias en la oración,
de tantos gastos superfluos y liturgias vacías,
de las divisiones y discordias que provoco,
de rechazar y excluir a otros.
Señor, si quieres, puedes limpiarme.
(Fermín Negre)