Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor esta sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el volumen y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Que seamos, Señor, manos unidas
en oración y en el don.
Unidas a tus Manos en las del Padre,
unidas a las alas fecundas del Espíritu,
unidas a las manos de los pobres.
Manos del Evangelio,
sembradoras de Vida,
lámparas de Esperanza,
vuelos de Paz.
Unidas a tus Manos solidarias,
partiendo el Pan de todos.
Unidas a tus Manos traspasadas
en las cruces del mundo.
Unidas a tus Manos ya gloriosas de Pascua.
Manos abiertas, sin fronteras,
hasta donde haya manos.
Capaces de estrechar el Mundo entero,
fieles al Tercer Mundo,
siendo fieles al Reino.
Tensas en la pasión por la Justicia,
tiernas en el Amor.
Manos que dan lo que reciben,
en la gratuidad multiplicada,
siempre más manos,
siempre más unidas.
(Pedro Casaldáliga)