Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y toda Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: 'Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel'». Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: «Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo». Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.
Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino.
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No te conformes
con sombras.
Busca la luz.
Si un fulgor despierta
en ti ansias de otra vida,
hambre de amor
o anhelo de justicia,
deja atrás las seguridades
y persigue la estrella.
Adonde quiera llevarte, vete.
Allí, en una cuna improbable
encontrarás respuestas.
Descubrirás a Dios
arropado por los excluidos
de todas las eras de la historia.
Verás al todopoderoso
con las manos vacías.
Oirás su corazón, latiendo
al ritmo de esta humanidad atribulada.
Escucharás el llanto
de todos los inocentes
que no tienen posada
en un mundo inhóspito.
Justo ahí, en ese punto,
está la encrucijada,
y tú tendrás que elegir:
adorarlo o ignorarlo.
Entregarle tus dones
o guardarlos para ti.
Compartir la intemperie
o secuestrar a Dios
para encerrarlo en jaula de oro.
Hacerte discípulo
o espectador.
La decisión es tuya.
(José María R. Olaizola, SJ)