Jesús dijo a sus apóstoles: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ese se salvará».
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Donde acaba la ciudad
y empieza el miedo,
donde terminan los caminos
y empiezan las preguntas,
cerca de los pastores
y lejos de los dueños,
en el calor de María
y en el frío del invierno,
viniendo de la eternidad
y gestándose en el tiempo,
salvación poderosa para todos
en una fragilidad recién nacida,
liberador de todos los yugos
atado a un edicto del imperio,
rebajado hasta un pesebre de animales
el que a todos nos sube hasta los cielos,
nació el Hijo del Padre,
Jesús, el hijo de María.
Sólo abajo está el Señor del mundo
que nosotros soñamos en lo alto.
Aquí se ve la grandeza de Dios
contemplando la humildad de este pequeño.
Aquí está la lógica de Dios,
rompiendo el discurso de los sabios.
Aquí ya está toda la salvación de Dios
que llenará todos los pueblos y los siglos.
(Benjamín González Buelta, SJ)