Habiendo entrado Jesús en Cafarnaún, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos». Jesús le dijo: «Yo iré a curarle». Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace».
Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos».
No, Señor, yo no soy digno
de que entres en mi casa,
pero igual vienes,
tú que cuentas
con los frágiles.
No soy digno
de desatar tus sandalias,
pero tú me calzas
las botas del reino
y me envías a ser
buena noticia.
No soy digno
de servir en tu mesa
y tú me sientas a ella
para darme el pan,
la paz y la palabra.
No soy digno
de llamarme profeta,
y tú me das una voz
para cantar tu evangelio.
Me descubro
tan distante, tan a medias,
tan herido de tibieza,
pero una palabra tuya
bastará para sanarme.
(José María R. Olaizola, SJ)