Cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron: «Pasa Jesús el Nazareno». Entonces empezó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él dijo: «Señor, que recobre la vista». Jesús le dijo: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado». Y enseguida recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.
«3 hours of beautiful instrumental music» © Compartido en Youtube por Peder B. Helland
Hay quien nunca pide nada;
quien se siente invulnerable,
y se basta con sus manos,
sus certezas y sus fuerzas.
Hay quien lucha contra todo
y contra todos,
protegiéndose del fracaso
tras una coraza
de autosuficiencia.
Hay quien, en la zozobra,
aprieta los dientes
y sigue adelante,
sin suspiro ni lágrima,
sin quejido ni vacilación.
Hay quien jamás extenderá la mano
esperando que alguien tire de ella.
En esa soledad equivocada
se enroca el más necio de los necios.
Pero hay quien, un día
es capaz de gritar,
«Ten compasión de mí».
Lo gritas a Dios, al prójimo, al mundo.
Y en esa confesión de flaqueza,
de debilidad,
en ese saberte vulnerable
y despojado,
en ese acto de confianza pobre,
te vuelves el más sabio de los hombres.
(José María R. Olaizola, SJ)